Comían en silencio, dejando que el sonido de las cucharas y tenedores golpeando contra el plato fuera el único que hablara.
Adela cogió aire para decir algo. Quería pedirle a su marido que le hiciera el favor de ir a la cocina a por una mandarina pero recordó que no había pasado por la frutería porque la madre del chico que la atendía estaba ingresada por un problema cardíaco y aquella mañana no había abierto. Por lo que le contó el chico, era el mismo problema que sufrió su padre y que se lo llevó por delante en un suspiro y hablaron de que ahora la ciencia ha avanzado mucho y que ya no es lo mismo que antes; que ahora detectan estas cosas antes y pueden tratarlas y hasta curarlas pero que, lamentablemente, tal como apuntó una señora que esperaba la vez cuando el frutero contó lo de su madre, los médicos de hoy en día están más pendientes de alargar la vida antes que en mejorar la calidad de vida. Todas las personas que estaban esperando asintieron y una de ellas dijo que para qué quería vivir un señor 90 años si la cabeza se le queda estancada en los 75. Adela se acordó que después de estas palabras hubo un silencio incómodo porque la gente no sabía muy bien qué pensar de todo aquello y si el comentario era cruel o la pura verdad. Lo cual, pensó, no tiene por qué ser excluyente.
Adela soltó el aire al instante siguiente.
– ¿Querías algo? -le preguntó su marido.
– No, nada. Gracias.